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Opinión de Juan Romero: ‘El silencio de la guerra’

En los países eslavos es normal el silencio. Te lo encuentras en el vagón del tranvía, en los restaurantes o en los pasillos de las universidades. Son una cultura más callada y poco expresiva, eso es verdad, pero, por mucho que lleves viviendo el un país de la denominada Europa del este, nunca te puedes acostumbrar al silencio que se vive en las calles de Ucrania. Es un silencio sobrio, sombrío y que destaca en una ciudad a primera vista normal. No es hasta el primer edificio derruido, el primer boquete de bomba o al llegar a una trinchera abandonada que uno es consciente que eso que siente es el silencio de la guerra.

Ya de por si el país es gris e invernal, pero este año era el primer invierno en ucrania desde la invasión rusa. Uno de los principales objetivos no militares del Kremlin son las plantas energéticas en las grandes ciudades, lo que afecta al suministro energético no solo de los militares, sino de todos los vecinos. La calle Khreschatyk, lo que sería la gran vía de Kiev, oscurece completamente al caer la noche. Muchas de las viviendas están desalojadas, los ucranianos han emigrado al oeste del país o han huido hacia Europa. Pero algunas de esas casas están habitadas y la oscuridad se debe a la situación energética. Son muy pocos los que pueden permitirse usar baterías para tener luz a partir de las cinco de la tarde.

El día 11 de enero, primera jornada en territorio ucraniano, la temperatura era de -5º centígrados por el día. En los primeros meses de guerra, las calles estaban casi vacías, pero un año después se apreciaba cierta normalidad en la capital. Las tiendas cumplen con un horario de campaña adaptado a las horas de luz. Paseando por la calle se pueden ver los generadores a gasolina en la acera, rugiendo como una moto de poca cilindrada. Si no fuera por estos generadores, muchos comercios no podrían abrir siquiera durante las horas de sol, por lo que esos pequeños generadores se han convertido en un marcapasos para tiendas y restaurantes sin el cual no podrían sobrevivir.

Esos días, la ciudad estaba tranquila. El 11 de enero por la mañana aún se podía ver el sol en la ciudad y docenas de coches con el chasis oxidado por la nieve circulaban por las avenidas. Incluso podías pedir taxis por la aplicación Bolt. En la ciudad se respiraba cierta normalidad, un ajetreo nervioso típico de las grandes urbes. No fue hasta el día siguiente que empezamos a notar los síntomas de la guerra. La ciudad fue asediada al principio de la invasión y las secuelas podían apreciarse si se miraba con atención. Las barricadas no se habían retirado, sino que se habían amontonado en las aceras. De camino al hotel, sorprendía la cantidad de coches con matrícula oficial. Daba la impresión de que la mitad de la ciudad estaba ligada al ejército, la policía o alguna de las organizaciones que ha venido a Ucrania desde febrero del año pasado. La otra mitad tenían alguna bandera, pegatina o adorno de color amarillo y azul claro, en señal de apoyo. Con el tiempo, la dureza de la situación, el frio, las amenazas de bomba que parten los días y merman los ánimos han hecho que la bandera ya no sea solo un símbolo de victoria, sino de apoyo moral entre los ucranianos.

La guerra es terrible, las imágenes que llegan a los periódicos y las televisiones lo confirman, pero la sensación una vez llegas, entras en una fría habitación de hotel o un hostelero te da una sonrisa cansada que empiezas a entender lo que supone para ellos. No es hasta ese momento que empezarás a escuchar el silencio de Ucrania.

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