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Opinión de Francisco Camps (vecino de La Canyada): «El verano del 57»

El verano del cincuenta y siete 

El año cincuenta y siete, del siglo veinte, 
aquel año, tuvo un verano caluroso, 
de ponientes ardientes, y muy ventoso, 
y un otoño con una lluvia, permanente. 

Mi barrio, rodeado de frondoso bosque, 
con animales y aves, insectos a raudales, 
ratas, sapos, y luciérnagas en la noche, 
y golondrinas anidando en las canales. 

Y una manada de niños depredadores, 
que como en países de selva, africanos, 
convertidos en pequeños exploradores, 
cogíamos nidos de gorriones, con las manos. 

Lagartijas, ratones, y alacranes, 
saltamontes, grillos, y cigarras, 
el cazarlos estaba en nuestro planes, 
y de tirarnos piedras en batallas. 

En el bosque nos hacíamos cabañas, 
con cañas y con ramas de los pinos… 
y con canutos a modo de cerbatanas… 
probábamos con “quicabas” nuestros tinos. 

Hacíamos tiradores con ramas de olivera, 
cámaras de bicicleta y cueros de zapatos. 
Las municiones con piedras de gravera… 
cazando pajaritos, pasábamos los ratos. 

Las heridas de guerra, los chichones, 
desde arriba de los pinos apostados… 
vigilábamos pandillas de otros lados, 
que quisieran espiar, o a mirones. 

Nuestro juegos nocturnos, escondites, 
que jugábamos corriendo, con las cenas, 
y corretear a las niñas y otros ardites, 
la posguerra para nosotros, fue sin penas. 

Mirar las estrellas, en las noches de raso, 
y en los días de lluvia, buscar vaquetas, 
hacer nuestros deberes con retraso… 
o hacernos hondas, de esparto y vetas. 

Así transcurría aquel largo verano, 
con juegos en la calle, y bicicletas… 
en aquel nuestro mundo que era tan sano… 
en el monte corriendo con chancletas. 

No teníamos conciencia, ni enseñanza, 
de cómo no dañar, a la naturaleza, 
pero si mamamos, esa doctrina rancia… 
de esas desarrapadas artes, con destreza.

La amistad de la infancia, fue muy buena, 
nuestro juegos en la calle, superiores. 
Sin tablet, sin móvil, y sin ordenadores, 
quizás algún transistor, o radio galena. 

Alguna fechoría, quizás algo gamberra, 
tal vez fuera, coger albaricoques al vecino, 
o a una valsa limpia, echarle tierra… 
o llegar a casa, con un roto y muy gorrino. 

Llegando finales de septiembre, 
y con los deberes ya bien definidos… 
estábamos pensando, ya en diciembre, 
y pasarnos las de Navidad, bien divertidos. 

Pero en el otoño, el cielo ennegrecido, 
lloró amarguras en mi Valencia… 
el Turia rojo de barro, y embravecido, 
en octubre, con dolor, marcó la adolescencia. 

En La Cañada, los barrancos, eran ríos, 
en mi barrio, se inundaban las parcelas… 
la gota fría se ensañaba con sus bríos, 
hasta cayeron los techos de las escuelas. 

Nuestros recuerdos guardan las desgracias, 
pero también, de los amigos y las alegrías, 
en la primavera, brotaron las acacias… 
y en el verano, hicimos, nuevas fechorías. 




Francisco Camps Muñoz

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